Desde
el insomne silencio, de una hora sonámbula que no miré, unas
cuantas neuronas rebeldes al sueño, se me pusieron a preguntar.
No
sé muy bien por donde empezaron, aunque recuerdo confusamente algo
como: ¿Qué soy?, ¿Que es esta vida?, ¿existirá Dios?, y si
existe ¿Qué es?, ¿Para que vivimos? Casi siempre mediocremente. El
porqué de tantas cosas; manzana de Adán que atraganta la razón,
que se rinde a la espera paciente; un dulce relax que no tiene prisas
por morder manzanas sino pequeñas acerolas mensajeras de saberes de
corazón. Y comprendí que mi traumático miedo a mi muerte,
arraigado en mi instinto de autoprotección era culpable de mis
muchas dudas, ya que sin él, otra razón sería posible, libre de
condiciones corporales.
Y
perdiendo cuerpo sentí, posiblemente con algo que podría llamarse
alma: que hay una verdad mayor en dirección a la bondad, a la
empatía, al amor. Y saliendo de mis adentros conecté con lo de
afuera; hacia tantas cosas de la vida: naturaleza múltiple y
diversa, toda vibrando armónicamente, intentando el contacto cada
vez más intimo, evolucionando hacia el unísono musical. Y comprendí
mejor que el secreto está en la música, y que en toda materia hay
pentagramas musicales, notas escritas en adeenes celulares y en ondas
de todo tipo. Los pájaros y las flores las sienten y las cantan con
sonidos y colores. Pues la música de la que hablo no es solo sonido
sino: color, ritmo palpitante de todo lo existente, belleza, armonía
en la forma y sobre todo amor.
La
música está ahí, dentro y fuera de todas las cosas. Como Dios.
Porque no. Ella podría ser El: ¡La música!, cada vez más sublime,
más exenta de estridencias y dolores, más armónica. Evolucionando
hacia la perfección, hacia la gran composición divina en la que el
concierto de todo lo existente: pasado y futuro, siempre en presente,
sea una hermosa obra unánimemente coordinada y feliz.
Millones
de trillones de instrumentos musicales, alabando todos su propia
esencia: “la de cantar unidos”.
Por
Manuel Sampedro
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